Hemos esperado a que la reunión estuviera ya empezada para entrar en la iglesia, hace años que no volvía a este lugar donde pasé tantos buenos momentos. Hubiéramos preferido no venir, pero los compromisos familiares nos obligan a hacer cosas como ésta. Esperábamos poder sentarnos en el último banco para no llamar mucho la atención, pero la iglesia estaba a rebosar y sólo quedaban un par de sitios en las filas de delante. Quedarnos allí de pie era absurdo así que con nuestra mejor cara hemos caminado por uno de los laterales de la iglesia hasta los asientos disponibles.
“Hoy no es mi día, no teníamos que haber venido”, me digo a mí mismo mientras respondo con un escueto hola a mi compañera de banco que me mira con cara de pocos amigos. Se llama Laura y tenemos más o menos la misma edad. Eso hizo que coincidiéramos en el grupo de jóvenes hace casi veinte años. Ahora es una psicóloga de prestigio dentro del “mundillo” evangélico de esta pequeña ciudad, aunque le costó Dios y ayuda sacarse la carrera. Ha dado alguna charla sobre homosexualidad para explicar lo enfermos que estamos los homosexuales y la manera de superar todos nuestros traumas infantiles. Siempre ha sido una persona poco reflexiva y sin ninguna empatía, aunque con las cosas claras y sabiendo donde quería llegar. Ella tampoco lo ha tenido fácil, me digo.
Mientras suena la última canción de importación con una música machacona y una letra repetitiva, me atrevo a mirar a mi alrededor para ver si encuentro al padre de Laura. Está dos filas detrás de mí, a la izquierda, sentado junto a su mujer. Lo veo envejecido, se llama Daniel, y tendrá algo más de sesenta años; evangélico de toda la vida. Todo el mundo sabe que es gay, lo sacó del armario un antiguo pastor de esta ciudad de provincias que jugaba a ser psicoanalista en temas de sexualidad. Daniel además de tratarse en el despacho pastoral de su “problema”, llevaba la tesorería de la iglesia. En medio de una reunión de esas que hacemos a veces en las iglesias evangélicas para tirarnos las cosas a la cabeza, le dijo al pastor que había cosas en las cuentas que no cuadraban y que tenía que explicar donde había ido el dinero. El psicoanalista-pastor enfadadísimo se levantó y gritó a los cuatro vientos que Daniel era gay… fue el último día que Daniel pisó aquella iglesia, y desde entonces se reúne en ésta. Su antiguo pastor siguió con sus tropelías en el campo sexual y pastoral hasta que hace unos años su hijo mayor salio del armario, dejando a su padre, en una situación bastante complicada. Fue entonces cuando decidió jubilarse.
Daniel nos mira a veces cuando cree que no nos damos cuenta, y si le devuelvo la mirada baja la suya. Solo hemos hablado una vez en la vida, hace ahora mil años, y de cosas intrascendentes. Siempre me ha parecido un buen hombre; completamente derrotado, pero un buen hombre. Todo el mundo murmura tras él, y lo sabe, todo el mundo habla de lo suyo cuando él no está, y eso le hace daño. Después siempre le ponen buena cara, a él y a su mujer… Una mujer a la que la situación superó completamente y que desde entonces no levanta cabeza. Al menos es eso lo que se dice por detrás. Se la ve triste, sentada junto al hombre al que ama, pero sabiendo que jamás sabrá lo que es sentirse amada.
No sé si hace cuarenta años Daniel tenía otra posibilidad, o si estaba condenado a vivir en una cárcel heterosexual. Pero cuando nos mira veo en sus ojos que le duele tener delante de sus narices algo que creyó era imposible: dos hombres cristianos que se quieren y no renuncian a su fe. Daniel sufre cuando nos mira, se sabe engañado, quizás piensa que es tarde para él. A mí también me produce dolor mirarlo; está sólo, muy sólo. Viene todos los domingos a la iglesia, sus hijas e hijos también son cristianos, como lo fueron su padre y su madre… pero el evangelio, o lo que él consideraba que era evangelio, lo ha destruido. Todo el mundo está contento con su “castración”, con su renuncia… todo el mundo le pone buena cara, susurra a sus espaldas, y después marcha a casa junto a la persona que ama. Pero Daniel no pudo, no fue capaz, quizás le falto valor, o le supero la situación. Siempre se ha sentido culpable por ser como es, imagino que si pudiera volver a nacer, escogería no ser gay… escogería no sufrir. Escogería no volver a la falsa vida que le espera al salir de la iglesia, escogería no sentirse responsable del sufrimiento de tanta gente, escogería que su hija cristiana que da charlas sobre como curar la homosexualidad, no le despreciase.
Termina el terrible culto, nos levantamos e intento ir hacia donde está mi madre, en el camino todo el mundo nos mira de reojo, pero no quieren saludarnos. Intento dos o tres veces ser yo el que salude, pero la situación es muy tensa y decido no malgastar más energías. Como dijo una amiga cuando le expliqué que hoy vendría a la iglesia; estoy en territorio enemigo. Pero de pronto noto una mano en el hombro, me giro, y es Daniel… me da un abrazo con fuerza y me dice: “Dios te bendiga”. Sabe que mucha gente nos mira, también su mujer y su hija, que están a escasos metros, pero lo veo decidido, con coraje. No sé que decirle, me ha pillado de improviso, sólo acierto a responderle lo mismo: “Dios te bendiga”. Me pregunta si es verdad que tengo dos hijas, y le digo que sí pero que hoy no han podido venir. Le presento a mi marido, y lo saluda amablemente. “Que nadie os quite lo que tenéis, luchar por lo que habéis conseguido, y por los que vienen detrás”. Después nos dice que tiene que marcharse, y soy yo ahora el que le da un fuerte abrazo de despedida, y le da las gracias. Después veo como va hacia donde está su esposa y su hija, y los tres salen de la iglesia, mientras el resto les mira.
Creo formar parte de una generación LGTBIQ de transición, sé que hemos llegado hasta aquí, no por gente como Daniel, sino por gente que en las mismas circunstancias que él decidió ser sincera. Fueron mujeres y hombres muy valientes, verdaderos héroes y heroínas a los que nunca podremos agradecer suficientemente el legado que nos han dejado. Pero también hubo gente que no pudo ser valiente… es estúpido exigir a todo el mundo un comportamiento sobrehumano… y su vida y su experiencia, llena de cobardía, de renuncias, pero también de momentos ejemplares y de dignidad, debería también ser rescatada para que las generaciones futuras, que ahora viven las cosas con mayor libertad, entiendan exactamente como vivieron las personas LGTBIQ no hace tanto tiempo.
Nuestra generación LGTBIQ no debería dejar a quienes vienen detrás, un relato simplista y reduccionista sobre héroes y cobardes. Sino ser transmisora de los relatos de vida lo más reales posibles, con sus luces y sus sobras, que permitan entender mejor como fue la realidad a la que se tuvieron que enfrentar millones de personas por la discriminación absurda que padecieron.