“¿Quién de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra?” (Mt 7,9)

Si hubiera escuchado a Jesús lanzar esta pregunta, le hubiera respondido inmediatamente que en mi opinión estaba idealizando la paternidad, porque la realidad muestra -al menos la que conozco- que mucha gente ha tratado de forma injusta a sus hijos e hijas. Y es que, cuando una se convierte en madre, o en padre, no hay varita mágica que la transforme en alguien diferente. Quien es egoísta, violento, o intolerante, con casi toda seguridad lo seguirá siendo después de aumentar la familia. Y quien únicamente atesora piedras, no puede repartir pan.

Alguien podría pensar que esto que acabo de decir no entiende de identidades sexuales o de género y que, si te ha tocado un padre nefasto, no importa que seas hombre o mujer, lesbiana o heterosexual; te ha tocado un mal padre y punto. O que si has nacido en una familia cristiana el riesgo de recibir alguna pedrada materna es menor porque los cristianos hacen del amor su estilo de vida. Pero el mundo real y lo que pensamos no siempre coincide, y lamentablemente las personas LGTBIQ que han nacido en entornos cristianos son uno de los colectivos más maltratados por sus familias. Quienes se plantean la fe como una forma de construir murallas para alejarse de la realidad, es fácil que lancen las piedras con las que las construyeron cuando esa realidad aparece en su propia casa desmintiendo sus convicciones más profundas.

No todas las personas que actúan de forma tan inhumana, renunciando en la práctica a ejercer como padres o madres, son malas personas. Y eso siempre me ha generado un gran interrogante, sobre todo ahora, que me parece imposible que mis hijas puedan hacer algo que me resulte tan inaceptable como para dejar de actuar como lo que soy: su padre. Y es que no llego a entender por qué muchas personas no se hablan con su hijo trans desde hace años, pero serían capaces de cruzar un país para visitarlo en la cárcel si fuera un asesino, pero cis. O por qué otras que no han llegado a romper formalmente la relación, se sienten culpables cuando ven a su hija feliz junto a su amiga -con la que lleva casada varios años-, pero estarían orgullosas de ella si fuera heterosexual, aunque se dedicara a lanzar bombas desde un avión del ejercito sobre las casas donde duermen niños y niñas palestinos. 

No pretendo justificar lo injustificable, ni necesito disfrazar un comportamiento incomprensible para difuminar responsabilidades, pero cada vez estoy más convencido de que a muchos padres y muchas madres cristianas les han robado a sus hijos LGTBIQ. Y en ese robo, lamentablemente las iglesias han colaborado, y siguen colaborando, de una forma activa. Si hace más de cuarenta años las Madres de la Plaza de Mayo comenzaron a reunirse para exigir a las autoridades la búsqueda de sus hijos e hijas desaparecidos e identificar a los responsables, de igual manera, delante de cada iglesia deberían reunirse todos los domingos las familias con hijos e hijas LGTBIQ para exigir el final de la LGTBIQfobia con la que han sido educadas, denunciar los discursos de odio que en ellas se realizan, y pedir el arrepentimiento público de quienes se han erigido en sus abanderados. Reconociendo, eso sí, que también ellas han colaborado en mayor o menor medida en el robo de quienes tenían que defender y proteger. La petición de perdón a las personas afectadas, no cambiará el daño sufrido, pero considero que los padres y madres pródigos necesitan también volver a la casa de sus hijas e hijos a los que negligentemente abandonaron, para dejarse abrazar por ellas.

Se por experiencia que no todos los padres y madres han sucumbido a la LGTBIQfobia, mi madre tuvo que luchar contra ella cuando supo que yo no cumpliría con sus expectativas. También cuando todo su entorno familiar y religioso le pidió que se alejara de mi y de mi marido. Pero ella no dejó que le robaran a su hijo, sino que ganó otro hijo más, y siempre me miró con orgullo. Como ella, hay muchas madres y padres cristianos que como Jocabed, la madre de Moisés, se han negado a abandonar a sus hijos y que, con las posibilidades que han tenido a su disposición, han luchado contra los poderes LGTBIQfóbicos para mantenerse cerca de ellos y poder protegerlos. Quizás no entienden de teología y, cuando alguien empieza a recitar textos de odio descontextualizados extraídos de la Biblia, solo aciertan a responderles que Dios es amor. Sin embargo, de lo que sí saben, es de empatía y responsabilidad.

Muchos cristianos siguen enfrentándose todos los días al dilema de si tienen que tirar piedras a sus hijos o darles pan. Si se rinden ante el poder de la LGTBIQfobia que destruirá los lazos familiares, o al del amor que los fortalecerá para siempre. A esas personas Jesús les sigue interpelando: “¿Quién de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra?”. Mi madre, como afortunadamente cada vez más madres y padres, con su experiencia de exclusión por tener un hijo gay, reformularía la pregunta de Jesús de la siguiente manera: “¿Quién no estaría dispuesto a recibir pedradas por ofrecerle pan a sus hijos?”. E inmediatamente se respondería ella misma antes de que alguien pudiera añadir algo: “dejarse robar a una hija o un hijo por la LGTBIQfobia será siempre más doloroso, que luchar por impedirlo”

Carlos Osma

Tapa 1b

Puedes conseguir mi libro “Solo un Jesús marica puede salvarnos”, con más reflexiones cristianas en clave gay, en:

 

– La Página de Amazon.es en España.

– La Página de Mercado Libre en Argentina.

– La Página de Amazon.com si estás en otro país.