“He relatado la historia de una familia que abarca todo un siglo de falta de gracia. En la historia del mundo hay relatos similares que abarcan muchos siglos, con unas consecuencias muchísimo peores. Si se les pregunta a uno de los adolescentes que ponen bombas en Irlanda del Norte, o a uno de los soldados que pelean con machetes en Ruanda, o a un francotirador de la antigua Yugoeslavia, por qué matan, es posible que ni lo sepan. Irlanda aún busca vengarse de las atrocidades cometidas por Oliverio Cromwell en el siglo XVII; Ruanda y Burundi se hallan sumergidas en luchas tribales que se extienden mucho más atrás de lo que nadie es capaz de recordar; Yugoeslavia está vengando recuerdos de la Segunda Guerra Mundial y tratando de evitar que vuelva a suceder lo que pasó hace seis siglos.

La falta de gracia sigue sonando, como una estática de fondo, en la vida de las familias, las naciones y las instituciones. Lamentablemente, es nuestro estado humano natural.

En cierta ocasión, compartí una comida con dos científicos que acababan de salir de la biosfera de vidrio que hay cerca de Tucson, estado de Arizona. Eran cuatro hombres y cuatro mujeres que se habían ofrecido de voluntarios para este experimento de aislamiento. Todos eran científicos reconocidos, todos habían pasado por baterías de tests psicológicos y se habían preparado, y todos habían entrado a la biosfera plenamente informados acerca de los rigores con los que se enfrentarían mientras estuvieran apartados del mundo exterior. Estos científicos me dijeron que en cuestión de meses, los ocho “bionautas” se habían dividido en dos grupos de cuatro, y durante los meses finales del experimento, estos dos grupos se negaban a hablar entre sí. Ocho personas que vivían en una burbuja dividida por el medio a causa de un muro invisible de falta de gracia.

Frank Reed, ciudadano estadounidense retenido como rehén en el Líbano, reveló al ser liberado que no le había hablado a otro de los rehenes durante varios meses, después de una pequeña discusión. La mayor parte de aquel tiempo, los dos rehenes enemistados habían estado encadenados uno al otro.

La falta de gracia hace que se resquebraje la unión entre madre e hija, padre e hijo, hermano y hermana, científicos, prisioneros, tribus y razas. Esas grietas, si no se atienden, se ensanchan, y para los abismos de falta de gracia que producen, sólo existe un remedio: el frágil puente de sogas del perdón.

Al calor de una discusión, mi esposa hizo una aguda formulación teológica. Estábamos comentando mis defectos de una manera más bien enérgica, cuando ella me dijo:”¡Me parece bastante asombroso que yo te perdone alguna de las vilezas que me has hecho!”

Puesto que estoy escribiendo acerca del perdón, y no del pecado, voy a omitir los sabrosos detalles de esas vilezas. Lo que me impresionó de su comentario fue más bien su aguda comprensión de la naturaleza del perdón. No es un dulce ideal platónico que se puede rociar por el mundo, como quien rocía un refrescante ambiental desde su depósito. El perdón es dolorosamente difícil, y mucho después de haber perdonado, la herida —mis vilezas— sigue abierta en la memoria. El perdón es un acto innatural, y mi esposa estaba protestando de su escandalosa injusticia.

Un relato del Génesis capta un sentimiento muy similar. Cuando yo era niño, y escuché la historia en la escuela dominical, no pude comprender los giros y matices que hay en el relato de la reconciliación de José con sus hermanos. En un momento, actuó con dureza, metiéndolos en la cárcel; al momento siguiente, parece haberse sentido inundado por el pesar, y salió de la habitación para llorar a lágrima viva como un borracho. Les hizo jugarretas a sus hermanos, escondiendo dinero en sus sacos de cereal, capturando a uno como rehén y acusando a otro de robarle su cáliz de plata. Durante meses, tal vez años, siguieron aquellas intrigas, hasta que por fin, no se pudo seguir conteniendo. Convocó a sus hermanos, y los perdonó de forma dramática.

Ahora veo esta historia como una descripción realista del acto innatural del perdón. Los hermanos que José luchaba por perdonar eran los mismos que lo habían atropellado, habían perpetrado planes para asesinarlo y lo habían vendido como esclavo. Por su culpa, había pasado los mejores años de su juventud pudriéndose en una mazmorra egipcia. Aunque salió de allí triunfante sobre la adversidad, y aunque ahora quería perdonar a estos hermanos con todo el corazón, no era capaz de llegar a ese punto; todavía no lo era. La herida le seguía doliendo demasiado.

Considero que Génesis 42—45 es la forma en que José les dice: “¡Me parece bastante asombroso que yo les perdone alguna de las vilezas que me han hecho!” Cuando la gracia logró por fin abrirse paso hasta José, su angustia y su amor resonaron en todo el palacio. ¿Qué es ese gemido? ¿Está enfermo el primer ministro del rey? No; José estaba muy bien de salud. Era el sonido de un hombre que estaba perdonando.

Detrás de cada acto de perdón se halla la herida de una traición, y el dolor que deja una traición no se desvanece con facilidad. León Tolstoy pensó que le estaba dando un buen comienzo a su matrimonio cuando le pidió a Sonya, su prometida adolescente, que leyera sus diarios, donde explicaba con sórdido lujo de detalles todas sus andanzas amorosas. No quería tener secretos con ella; quería comenzar su matrimonio con un expediente limpio, perdonado. En lugar de suceder esto, la confesión de Tolstoy sembró las semillas de un matrimonio que estaría atado con lazos de odio, y no de amor.

“Cuando él me besa, siempre pienso: ‘Yo no soy la primera mujer que él ha amado’“, escribió Sonya Tolstoy en su propio diario. Ella le podía perdonar algunas de sus aventuras de adolescente, pero no su relación con Axinya, una campesina que seguía trabajando en las propiedades de Tolstoy.

“Uno de estos días, me voy a matar por celos”, escribió Sonya después de ver el hijo de tres años de aquella campesina, que era la imagen misma de su esposo. “Si lo pudiera matar a él [a Tolstoy] y crear una nueva persona exactamente igual a como es ahora, lo haría de inmediato.”

Otra anotación de su diario está fechada el 14 de enero de 1909: “Le gusta esa atrevida campesina, con su macizo cuerpo femenino y sus piernas quemadas por el sol; lo atrae hoy de manera tan poderosa como lo ha atraído hace tantos años …” Sonya escribió esas palabras siendo Axinya una encogida anciana de ochenta años. Durante medio siglo, el celo y la falta de perdón la habían cegado, destruyendo al mismo tiempo todo su amor por su esposo.

Contra un poder tan malévolo, ¿qué posibilidades quedan para una respuesta cristiana? El perdón es un acto innatural: Sonya Tolstoy, José y mi esposa expresaron esta verdad como por instinto.

El público y yo sabemos lo que aprenden todos los niños en la escuela: al que se le hace un mal, responde con otro mal.

H. Auden, quien escribió este pensamiento, comprendía que la ley de la naturaleza no admite el perdón. ¿Perdonan las ardillas a los gatos por darles caza árbol arriba, o los delfines a los tiburones por comerse a sus compañeros de juego? Éste es un mundo donde los perros se comen unos a otros; no donde se perdonan. En cuanto a la especie humana, nuestras principales instituciones —económicas, políticas e incluso atléticas— funcionan sobre el mismo principio inflexible. El árbitro nunca anuncia: “En realidad estabas fuera de juego, pero debido a tu espíritu ejemplar, te voy a declarar dentro”. O bien, ¿qué nación les responde a sus beligerantes vecinos con esta proclamación: “Tienen razón; hemos violado sus fronteras. Les rogamos que nos perdonen”?

El sabor mismo del perdón da la impresión de que algo no anda bien. Incluso después de haber hecho algo malo, queremos ganarnos el regreso a la aceptación de la persona herida. Preferimos arrastrarnos de rodillas, revolcarnos en el suelo, hacer penitencia, matar un cordero … y con frecuencia, a eso nos obliga la religión. Cuando Enrique IV, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, decidió pedir el perdón del papa Gregorio VII en 1077, permaneció descalzo en la nieve durante tres días en las afueras del castillo papal en un lugar de Italia. Es probable que al irse, Enrique sintiera satisfacción consigo mismo, llevando las huellas de los puntos de congelación como los estigmas de su perdón.

“A pesar de un centenar de sermones sobre el perdón, no perdonamos con facilidad, ni nos parece que sea fácil que nos perdonen a nosotros. Así descubrimos que el perdón siempre es más duro que como lo describen los sermones”, escribe Elizabeth O’Connor. Alimentamos nuestras heridas, nos vamos a elaborados extremos para justificar nuestra conducta, perpetuamos pleitos de familia, nos castigamos a nosotros mismos, castigamos a los demás; todo con el fin de evitar este acto tan innatural.

En una visita a Bath, Inglaterra, vi una reacción más natural ante las injusticias. En las ruinas romanas que hay allí, los arqueólogos han descubierto diversas “maldiciones” escritas en latín sobre placas de latón o de bronce. Hace siglos, los que usaban esos baños tiraban en ellos estas oraciones como ofrendas a los dioses del baño, así como hay gente hoy que tira monedas en las fuentes para tener buena suerte. En una, alguien le pedía ayuda a una diosa en una venganza de sangre contra quien fuera que le había robado sus seis monedas. Otra decía: “Docímedes ha perdido dos guantes. Él pide que la persona que se los robó se vuelva loca y pierda los ojos en el templo donde la diosa indique.”

Mientras miraba aquellas inscripciones en latín, y leía su traducción, me di cuenta de que las oraciones tenían sentido. ¿Por qué no emplear el poder de los dioses para que nos ayuden a nosotros con la justicia humana aquí en la tierra? Muchos de los Salmos expresan el mismo sentimiento, y le imploran a Dios que ayude a vengar alguna injusticia: “Señor, si no me puedes hacer delgada, entonces haz que mis amigas se vean gruesas”, pedía en una ocasión la humorista Erma Bombeck. ¿Podría haber algo más humano?

En lugar de esto, dando un asombroso giro, Jesús nos ordena que digamos: “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”. En el centro del Padre nuestro, con el que Jesús nos enseño a orar, se esconde el innatural acto del perdón. Los bañistas romanos les pedían a sus dioses que favorecieran la justicia humana; Jesús hizo depender el perdón de Dios de que nosotros estuviéramos dispuestos a perdonar las injusticias.

Charles Williams dice acerca del Padre nuestro: “No hay palabra en el idioma que lleve en sí una posibilidad mayor de terror, que la pequeña palabra ‘como’ que aparece en esa cláusula”. ¿Qué hace tan aterrador ese “como”? El hecho de que Jesús ata llanamente el perdón que recibimos del Padre, al perdón que les concedamos a los demás seres humanos. Su siguiente observación no habría podido ser más explícita: “Si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas”.

Una cosa es verse atrapado en un ciclo de falta de gracia con un cónyuge o un socio, y otra muy distinta verse atrapado en un ciclo así con el Dios todopoderoso. No obstante, el Padre nuestro une ambas cosas: cuando nosotros nos permitamos escapar, romper el ciclo y comenzar de nuevo, Dios se permitirá también a sí mismo escapar, romper el ciclo y comenzar de nuevo.

John Dryden escribió sobre los serios efectos de esta verdad. “Se han escrito más libelos en mi contra, que contra ningún otro hombre del presente”, protestaba, y se preparaba para fustigar a sus enemigos. Sin embargo, “pensar en esto me ha hecho reflexionar con frecuencia, mientras repetía el Padre nuestro, porque está claro que la condición para el perdón que suplicamos es que les perdonemos a los demás las ofensas que nos hayan hecho; por esta razón, muchas veces he evitado cometer esa falta, aun en momentos en que ha sido notorio que me han provocado”.

Dryden tenía razón para temblar. En un mundo que funciona según las leyes de la falta de gracia, Jesús pide —no; exige— una respuesta de perdón. Es tan urgente la necesidad de perdón, que va por delante de los deberes “religiosos”: “Por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda.”

La parábola del siervo que no perdonó, termina con una escena en la cual el amo lo entrega a los carceleros para que lo torturen. “Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas”, dice Jesús. Habría deseado ardientemente que estas palabras no estuvieran en la Biblia, pero están, y salieron de los labios del propio Cristo. Dios nos ha concedido una capacidad terrible: al negarles el perdón a los demás, en realidad estamos decidiendo que no son dignos del perdón de Dios y, por tanto, no lo somos nosotros tampoco. De alguna forma misteriosa, el perdón divino depende de nosotros.

Shakespeare lo expresó de forma sucinta en El mercader de Venecia: “¿Cómo puedes esperar misericordia, si tú no tienes ninguna?”

Tony Campolo les pregunta a veces a los estudiantes de las universidades seculares qué saben acerca de Jesús. ¿Pueden recordar algo de lo que Él dijo? En claro consenso, su contestación es: “Ama a tus enemigos”.* Esta enseñanza se destaca para los incrédulos con más fuerza que ninguna otra enseñanza de Cristo. Ya es bastante duro perdonar a unos hermanos malvados, como lo hizo José, pero … ¿a nuestros enemigos? ¿A la banda de delincuentes del barrio? ¿A los iraquíes? ¿A los traficantes de drogas que envenenan a nuestra sociedad?

Muchos moralistas preferirían estar de acuerdo con el filósofo Emanuel Kant, quien sostenía que sólo se podía perdonar a una persona si ella lo merecía. Sin embargo, la palabra perdón contiene la palabra don, o regalo. Al igual que la gracia, el perdón tiene en sí la enloquecedora cualidad de ser inmerecido, no ganado, injusto.

¿Por qué nos exige Dios un acto innatural así, que desafía todos nuestros instintos primarios? ¿Qué hace tan importante el perdón, que lo convierte en algo central para nuestra fe? A partir de mi experiencia de persona perdonada muchas veces y que de vez en cuando perdona, puedo sugerir varias razones. La primera es teológica. (Las otras razones, más pragmáticas, las voy a guardar para el próximo capítulo).

Los evangelios nos dan una franca respuesta teológica a la pregunta sobre por qué Dios nos ordena perdonar: porque así es Él. Cuando Jesús expresó por vez primera el mandato “Amad a vuestros enemigos”, le añadió esta explicación: “para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos”.

Cualquiera puede amar a sus amigos y parientes, dice Jesús: “¿No hacen también así los gentiles?” Los hijos del Padre han sido llamados a una ley superior, para que se parezcan a ese Padre que perdona. Hemos sido llamados a ser como Dios; a manifestar en nosotros el aire de familia.

Dietrich Bonhoeffer, quien tuvo que luchar con el mandato de amar a los enemigos mientras era perseguido en la Alemania nazi, llegó por fin a la conclusión de que es esta misma cualidad de “lo singular … lo extraordinario, lo desusado” la que distingue al cristiano de los demás. Aun cuando trabajaba por socavar el régimen, seguía el mandato de Jesús de orar por quienes nos persiguen. Escribía:

Por medio de la oración, vamos hasta nuestro enemigo, nos mantenemos junto a él, y rogamos a Dios por él. Jesús no nos promete que cuando bendigamos a nuestros enemigos y les hagamos el bien, ellos no nos van a usar y perseguir en su desprecio. Por supuesto que lo harán. Sin embargo, ni siquiera eso nos puede herir ni vencer, mientras oremos por ellos … Somos sustitutos que hacemos por ellos lo que no pueden hacer por sí mismos.

¿Por qué se esforzaba Bonhoeffer en amar a sus enemigos y orar por quienes lo perseguían? Sólo tenía una respuesta: “Dios ama a sus enemigos; ésa es la gloria de su amor, como sabe todo seguidor de Jesús”. Si Dios nos perdonó nuestras deudas, ¿por qué no podemos nosotros hacer lo mismo?

De nuevo nos viene a la mente la parábola del siervo que no perdonó. Ese siervo tenía todo derecho a molestarse porque su consiervo le debía un poco de dinero. Según las leyes de la justicia romana, tenía derecho a meterlo en la cárcel. Jesús no discutió sobre lo que el siervo había perdido, sino que comparó esa pérdida con la de un señor [Dios] que le acababa de perdonar al siervo varios millones de dólares. Sólo la experiencia de ser perdonado es la que nos hace posible perdonar.

Tuve un amigo (fallecido ya) que trabajó como miembro del personal de la Universidad de Wheaton muchos años, durante los cuales escuchó varios miles de mensajes en los cultos diarios. Con el tiempo, la mayoría de ellos se desvanecieron hasta convertirse en algo borroso y fácil de olvidar, pero hubo algunos que se destacaron. En particular, le encantaba contar la historia de Sam Moffat, profesor del Seminario Princeton, quien había estado en China como misionero. Moffat les hizo a los estudiantes de Wheaton un cautivante relato sobre su huida de los comunistas que lo perseguían. Éstos tomaron su casa y todas sus posesiones, quemaron los edificios de la misión y mataron a algunos de sus mejores amigos. Su propia familia escapó a duras penas. Al salir de China, se llevaba consigo un profundo resentimiento contra los seguidores del presidente Mao, resentimiento que se fue ramificando dentro de él. Finalmente, les dijo a los estudiantes de Wheaton, se enfrentó con una extraña crisis de fe. “Me di cuenta”, dijo Moffat, “que si no perdono a los comunistas, entonces carezco por completo de mensaje”.

El evangelio de la gracia comienza y termina en el perdón. La gente escribe himnos con títulos como el de “Sublime gracia”, por una razón: la gracia es la única fuerza del universo con el poder suficiente para romper las cadenas que esclavizan a las generaciones. Sólo la gracia puede derretir la falta de gracia.

Un fin de semana estuve sentado con diez judíos, diez cristianos y diez musulmanes, en una especie de grupo de encuentro dirigido por el autor y psiquiatra M. Scott Peck, quien tenía la esperanza de que aquel fin de semana pudiera llevar a alguna especie de comunidad, o al menos, al principio de una reconciliación en pequeña escala. No fue así. Aquellas personas tan cultas y bien educadas estuvieron a punto de irse a los puños. Los judíos hablaron de todas las cosas horribles que les habían hecho los cristianos. Los musulmanes hablaron de todas las cosas horribles que les habían hecho los judíos. Nosotros, los cristianos, tratamos de hablar de nuestros propios problemas, pero éstos palidecían en contraste con las historias del Holocausto y de los apuros de los refugiados palestinos, así que mayormente, nos hicimos a un lado y escuchamos mientras los otros dos grupos hacían un recuento de las injusticias de la historia.

En cierto momento, una mujer judía muy elocuente, que había estado activa en intentos anteriores por lograr una reconciliación con los árabes, se volvió hacia los cristianos y nos dijo: “Me parece que los judíos tenemos mucho que aprender de ustedes los cristianos en cuanto al perdón. No veo otra forma de salir de estos enredos. Y sin embargo, parece tan poco equitativo perdonar las injusticias! Me siento atrapada entre el perdón y la justicia.”

Aquel fin de semana me volvió a la mente en una ocasión en que tropecé con estas palabras de Helmut Thielicke, un alemán que vivió todos los horrores del nazismo:

Esta cuestión del perdón no tiene nada de simple … Decimos: “Muy bien, si el otro está arrepentido y me pide perdón, lo voy a perdonar; entonces voy a ceder”. Convertimos el perdón en una ley de reciprocidad. Y esto no funciona nunca. Porque entonces ambos nos decimos a nosotros mismos: “El otro es el que tiene que dar el primer paso”. Después, vigilo como un halcón, para ver si la otra persona me hace alguna señal con los ojos, o si puedo detectar entre las líneas de su carta alguna pequeña pista que manifieste que está arrepentida. Siempre me hallo a punto de perdonar … pero nunca perdono. Soy demasiado justo.

Thielicke llega a la conclusión de que el único remedio es darnos cuenta de que Dios nos ha perdonado nuestros pecados, y nos ha dado otra oportunidad: la lección de la parábola del siervo que no perdonó. Romper el ciclo de la falta de gracia significa tomar la iniciativa. En lugar de esperar a que su prójimo diera el primer paso, era él quien debía darlo, desafiando la ley natural de la retribución y la equidad. Sólo lo hizo cuando se dio cuenta de que la iniciativa de Dios se hallaba en el corazón mismo del evangelio que él había estado predicando sin practicar.

En el centro de las parábolas de Jesús sobre la gracia, se halla un Dios que toma la iniciativa para acercarse a nosotros: un padre enfermo de amor que corre a encontrarse con el pródigo; un señor que cancela una deuda demasiado grande para que su siervo se la pueda pagar; un patrono que les paga a los obreros de última hora lo mismo que a los que han trabajado todo el día; un hombre que da un banquete y sale a los caminos y las calles en busca de unos huéspedes que no merecen serlo.

Dios hizo añicos la inexorable ley del pecado y la retribución al invadir la tierra, absorbiendo lo peor que nosotros le podíamos ofrecer, la crucifixión, para fabricar después, a partir de aquella cruel obra, el remedio para el estado caído del ser humano. El Calvario rompió el punto muerto en la relación entre justicia y perdón. Al aceptar sobre su ser inocente todas las fuertes exigencias de la justicia, Jesús rompió para siempre la cadena de la falta de gracia.

Como Helmut Thielicke, yo regreso con demasiada frecuencia a una lucha de “ojo por ojo” que le cierra de golpe la puerta al perdón. ¿Por qué tengo que dar yo el primer paso? Yo fui el ofendido. Así que no doy el paso, y aparecen en esa relación unas grietas que después se ensanchan. Con el tiempo, lo que hay abierto es un abismo que parece imposible de salvar. Me siento triste, pero raras veces acepto la culpa. En lugar de hacerlo, me justifico a mí mismo y señalo los pequeños gestos de reconciliación que hago. Mantengo un inventario mental de esos intentos, como para defenderme si alguna vez me echan la culpa por ese abismo. Huyo del riesgo de la gracia para refugiarme en la seguridad de la falta de gracia.

Henri Nouwen, quien define el perdón como “el amor practicado entre gente que ama muy poco”, describe el proceso que se produce:

Yo he dicho con frecuencia: “Te perdono”, pero al mismo tiempo que estoy diciendo esas palabras, mi corazón ha permanecido airado o resentido. Aún quiero escuchar la historia que me dice que al fin y al cabo, era yo quien tenía razón; aún quiero oír disculpas y excusas; aún quiero tener la satisfacción de recibir a mi vez algún elogio; aunque sea que me elogien por perdonar tanto.

En cambio, el perdón de Dios es incondicional; procede de un corazón que no exige nada para sí, un corazón que está totalmente desprovisto de la búsqueda de sí mismo. Este perdón divino es el que yo tengo que practicar en mi vida diaria. Me llama a seguir pasando por encima de todos mis argumentos que me dicen que perdonar no es sabio, ni sano, ni práctico. Me reta a pasar por encima de todas mis necesidades de recibir agradecimiento y de ser elogiado. Por último, exige de mí que pase por encima de esa parte herida de mi corazón que se siente adolorida y maltratada, y que quiere permanecer en control de la situación, y poner unas cuantas condiciones entre mi persona y la persona a la que se me pide que perdone.

Un día descubrí esta exhortación del apóstol Pablo metida entre muchas otras exhortaciones de Romanos 12. Detesta el mal, ten gozo, vive en armonía, no seas presuntuoso … y la lista sigue. Entonces aparece este versículo: “No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor”.

Por fin comprendí: a fin de cuentas, el perdón es un acto de fe. Al perdonar a otra persona, estoy confiando en que Dios es mejor que yo para hacer justicia. Al perdonar, renuncio a mi propio derecho de vengarme, y dejo todos los problemas de equidad en manos de Dios, para que Él los resuelva. Dejo en sus manos la balanza que deberá hacer equilibrio entre la justicia y la misericordia.

Cuando José llegó por fin al punto de poder perdonar a sus hermanos, su dolor no desapareció, pero se desprendió de sus hombros la carga de ser su juez. Aunque el mal que me hayan hecho no desaparece cuando perdono, no me puede mantener atrapado, y queda en manos de Dios, que sabe lo que hay que hacer. Por supuesto, una decisión así tiene un riesgo: el de que Dios no trate a la persona como yo querría. (Por ejemplo, el profeta Jonás se resintió con Dios por ser más misericordioso de lo que se merecían los ninivitas.)

Nunca he encontrado que sea fácil perdonar, y pocas veces lo encuentro completamente satisfactorio. Las injusticias de las que me quejo permanecen, y las heridas siguen causando dolor. Tengo que acercarme a Dios una y otra vez, para entregarle el residuo de lo que creía haberle entregado mucho tiempo antes. Lo hago, porque los evangelios establecen una clara conexión: Dios me perdona mis deudas así como yo perdono a mis deudores. Lo contrario también es cierto: Sólo si vivo dentro de la corriente de la gracia de Dios, hallaré la fortaleza necesaria para reaccionar con gracia ante los demás.

El cese de las hostilidades entre los humanos depende de un cese de las hostilidades con Dios.

En los desiertos del corazón, deja que brote la fuente sanadora; en la prisión de sus días, enséñale al hombre libre a alabar.

H. Auden

  • L. Gregory Jones observa: “Un llamado así a amar a nuestros enemigos resulta asombroso en su franco reconocimiento de que los cristianos fieles van a tener enemigos. Aunque Cristo derrotó de manera decisiva el pecado y la maldad por medio de su cruz y resurrección, la influencia del pecado y de la maldad no ha llegado por completo a su final. Así que, al menos en un sentido, aún vivimos de este lado de la plenitud de la resurrección.”

FUENTE:  “Gracia Divina Vs. Condena Humana”. Philip Yancey.